Esta semana el Gobierno activará las primeras reuniones para intentar sellar un acuerdo de precios y salarios que gire en torno a la meta de inflación del 29% presupuestada para 2021. Contra lo que se había anunciado inicialmente, no habrá un primer encuentro tripartito: los funcionarios recibirán a representantes sindicales el miércoles y a las cámaras empresariales el jueves. Esta muestra de pacto social que ensaya el Ejecutivo es una de las aristas de la estrategia con la que busca detener la escalada del costo de vida de los últimos meses. Y si bien en la previa los funcionarios prometen el inicio de un lento sendero de recuperación del salario real, el riesgo latente en este tipo de apuesta es la cristalización de buena parte del 23% de poder adquisitivo perdido por les trabajadores desde 2015.
Martín Guzmán y otros integrantes del equipo económico se encargaron de desmentir que se busque un techo para las paritarias de este año, en las que les asalariades formales pugnarán por empezar a recuperar lo perdido en los años de macrismo y también en el pandémico 2020. Aseguraron que la idea es “coordinar” los aumentos de precios y de salarios en torno a la proyección del Presupuesto 2021, y garantizar un rebote de alrededor de 2 ó 3 puntos de poder adquisitivo. De confirmarse, esto implicaría un primer repunte de los ingresos laborales, aunque de una magnitud muy moderada.
Los principales dirigentes de la CGT, que forman parte del Frente de Todos pero que jugaron un rol muy complaciente durante el macrismo, salieron a respaldar la iniciativa. También otros sectores, como el secretario general de La Bancaria, Sergio Palazzo, que cerró la primera paritaria bajo la pauta del 29% -con cláusula de revisión-, en uno de los sectores que logró contener en mayor medida el embate contra los salarios de los últimos años.
Por el lado patronal, hubo voces contrapuestas. Pero lo cierto es que, más allá de aparente simetría de poder que escenifica este tipo de negociaciones entre uno y otro extremo de la mesa, son los grandes empresarios quienes manejan los principales resortes de la economía y tienen la capacidad de remarcar los precios para no ceder los márgenes de ganancia conquistados.
Justamente, uno de los grandes problemas que enfrenta el Gobierno es la imposibilidad de hacer confluir las expectativas de los distintos sectores en torno a las metas económicas anunciadas. Una de las más importantes es, sin dudas, la de la inflación. No sólo porque de cumplirla dependerá que se corrobore la mentada leve mejora de los ingresos que habilitaría una recuperación del consumo y, por ende, de la economía en su conjunto (el consumo es alrededor del 70% del PBI) después de tres años de recesión. También porque a esa pauta del 29% están atadas el resto de las variables que Guzmán negocia con el FMI de cara al acuerdo que reemplazará al programa firmado por Mauricio Macri, que dejó una inédita deuda de más de US$45.000 millones: si no logra que el Fondo no avale esa proyección inflacionaria, deberá recalibrar el resto de las metas (fiscal, monetaria, cambiaria, etcétera) que adelantó el Ejecutivo. Con todo, el foco del organismo está puesto en precipitar un ajuste más importante del gasto público y de la emisión del Banco Central para financiarlo.
La escalada de los precios de los alimentos traccionada por la suba de los commodities –que golpea con fuerza a los sectores populares-, la fragilidad de la tregua cambiaria conquistada en los últimos meses y los debates dentro del oficialismo sobre cómo se desarrollará el descongelamiento de las tarifas preanunciado, siembran dudas sobre la proyección oficial. Por caso, las siempre intencionadas previsiones de los analistas de mercado hablan de una inflación 20 puntos más alta, en torno al 50%.
La estrategia de Guzmán para intentar darle credibilidad a la meta de reducir en unos 7 puntos la suba del costo de vida, respecto del 36,1% de 2020, tiene dos frentes principales. Por un lado, el macroeconómico. Cumplir con la baja del déficit fiscal a través de la eliminación del IFE y del ATP, y financiar una mayor porción de ese rojo con deuda en pesos, bajo la premisa de que una mayor impresión de billetes iría a presionar al dólar y terminaría en una devaluación brusca. Además, el Central comenzó a bajar el ritmo de suba del tipo de cambio oficial, que había mantenido en línea con la inflación durante el año pasado, para intentar que ayude a anclar a los precios.
Por otro, alcanzar acuerdos con distintos sectores para alinear las expectativas en torno a ese objetivo. Uno de ellos es el pacto de precios y salarios. Aunque también estuvo la negociación con los frigoríficos para fijar el limitado convenio de ocho cortes a “precios populares” durante tres días a la semana y la negociación en curso con las patronales agropecuarias para garantizar el abastecimiento del mercado interno sin que se traslade el salto de los precios internacionales de los commodities.
Los antecedentes, en este último punto no son buenos: más allá de que logró fragmentar a la Mesa de Enlace y que el lock out no tuvo mayor contundencia, el Gobierno terminó dando marcha atrás al cierre de la exportación de maíz que había anunciado para enero y febrero por presión de las grandes agroexportadoras. Mientras tanto, Alberto Fernández advirtió que no descarta una suba de las retenciones –uno de los mecanismos que tiene el Estado para contener el traslado de los precios internacionales- si no se detienen las remarcaciones internas. Aunque, en paralelo a la amenaza, el Banco Central lanzó un nuevo instrumento para ampliar la cobertura cambiaria que pueden conseguir los sojeros en el mercado e intentar conseguir con esa zanahoria una aceleración de la liquidación de divisas.
En definitiva, más allá de los intentos por resolver en una mesa un andarivel por el que corran los precios y los salarios, la realidad se definirá por la capacidad para torcer la balanza a su favor que tenga cada sector y la correlación de fuerza entre empresarios y trabajadores. Luego del desplome de los ingresos y de años de políticas propatronales del macrismo, es necesario que desde el campo popular pongamos en cuestión las ganancias empresariales y vayamos por paritarias que signifiquen el comienzo de una recuperación real de todo el poder adquisitivo perdido, con la lucha de les trabajadores Aceiteros –que protagonizaron una triunfante huelga de 15 días en diciembre contra las grandes agroexportadoras- como faro. Aunque también es necesario replantearse la necesidad de que el comercio exterior no quede en manos de un puñado de grandes multinacionales, que embolsan enormes ganancias a costa del hambre del pueblo. Para que la salida de la crisis no signifique un nuevo ajuste en las condiciones de vida y para que la estafa de Macri y el FMI la paguen los verdaderos responsables.