El Gobierno alcanzó la semana pasada un acuerdo con el Club de París para generar un “puente de tiempo” hasta marzo de 2022 y evitar el pago completo de la deuda de US$2.400 millones que vencieron en mayo. A cambio, el compromiso asumido es el pago de US$430 millones en dos tramos (julio y febrero) y alcanzar un nuevo programa con el Fondo Monetario Internacional para refinanciar el multimillonario préstamo de US$45.000 millones que costeó la fallida campaña para la reelección de Mauricio Macri. Recién entonces el Club de 22 países acreedores aceptará negociar una reestructuración de los US$2.000 millones restantes y los intereses. Distintos sectores dentro y fuera del oficialismo y entre las organizaciones populares se plantean rumbos alternativos a tomar frente a la deuda, especialmente en el marco de la pandemia y una crisis social con una pobreza superior al 40%.
Por un lado, la noticia reconfirmó la voluntad oficial de reconocer la validez de estas deudas que, como el propio Martín Guzmán señala, no se utilizaron para mejorar las capacidades productivas de Argentina o las necesidades sociales, sino que sólo sirvieron para financiar la fuga de capitales en el último año y medio de gobierno macrista. Por otro lado, es cierto que el alivio de corto plazo da cierto aire para no dilapidar en eso más reservas en plena segunda ola de la pandemia y para enfrentar las presiones devaluatorias de los sectores más concentrados del empresariado exportador y los especuladores financieros, que ya comenzaron.
Apoyado en el nuevo boom de precios internacionales de las materias primas, el Banco Central logró recomponer sus reservas en lo que va del año y mejoró su poder de fuego para intentar contener las ya típicas tensiones cambiarias preelectorales. El salto que pegó la semana pasada el dólar blue (un mercado ilegal y de reducida incidencia pero que sirve para generar determinados climas) fue una primera muestra eso.
Lo cierto es que incluso el grueso de los analistas de la city coinciden en que (mejora del poder de fuego y cepo mediante) el Gobierno tiene margen para contener la brecha entre los distintos tipos de cambio y sostener la política de ancla cambiaria para intentar ayudar a desacelerar la galopante inflación, que consiste en que el dólar oficial suba a un ritmo menor que el costo de vida. Para les trabajadores es una necesidad imperiosa: si no se frena la escalada de precios impulsada por el afán empresario por recomponer sus márgenes de ganancias, será muy difícil evitar un cuarto año consecutivo de caída de los salarios reales. La reapertura de las paritarias con una nueva pauta es necesario pero los salarios siguen yendo detrás de los hechos y no por delante.
A sabiendas de que no será fácil para ellos forzar una devaluación del tipo de cambio oficial antes de las elecciones, en el mercado presionan con tres grandes objetivos: instalar la idea de será inevitable una depreciación después de las legislativas porque se acumulará un “atraso cambiario” que restará competitividad y minará el ingreso futuro de divisas; pugnar por un rápido acuerdo con el FMI que incluya reformas neoliberales, como el promocionado proyecto de un sector del empresariado para reemplazar las indemnizaciones por un seguro de desempleo (y ahora la reforma laboral como caballito de batalla de la candidatura de Randazzo); y forzar al Gobierno a extender el ajuste fiscal de la primera parte del año, en momentos en que se propone ampliar el gasto para apuntalar una recuperación de los ingresos.
En este marco, esos distintos aspectos son arena de debate interno dentro del oficialismo. Mientras el Gabinete económico busca sostener señales de disciplina fiscal y monetaria hacia el FMI y para mitigar las presiones devaluatorias, los sectores más alineados con el kirchnerismo promueven una ampliación del gasto público. Incluso reclaman utilizar los derechos especiales de giro (DEG, la moneda del Fondo) que distribuirá el FMI entre sus miembros para paliar la crisis social (a Argentina llegarán unos US$4.350 millones), a diferencia de Guzmán que contempla la posibilidad de utilizarlos para pagar los vencimientos de capital con el organismo antes de sellar el acuerdo. A su vez, hay una discusión en torno al plazo de pago del nuevo plan, a una década o dos, y la quita de la aplicación de la sobretasa a la Argentina. Indudablemente, una parte de esta discusión se entrecruza con el clima preelectoral y la próxima disputa en las urnas.
Estos debates exhiben a las claras que hay planteos que mantienen la peor herencia del macrismo: la búsqueda de sujetar al país durante décadas a los designios del FMI, que no es más que brazo del imperialismo (y en particular de Estados Unidos) para imponer políticas y reformas neoliberales en los países dependientes. Por eso es clave discutir el problema de la deuda desde esa perspectiva y plantear desde los sectores populares la necesidad de priorizar los intereses populares por sobre los compromisos de dudosa legitimidad con organismos internacionales, como vienen haciendo distintos espacios. Necesitamos torcer la disputa de las reformas estructurales a favor de los intereses nacionales y de les trabajadores. Para poder imponer una salida de la crisis en la que la reactivación económica se erija desde la recuperación de los ingresos perdidos, que se financie con una fuerte reforma tributaria progresiva que aumente los impuestos a los ricos y que se sustente en una recuperación del control del Estado de los principales resortes del comercio exterior para evitar las presiones devaluatorias.