Aunque uno es un crimen de estado cometido por una fuerza de seguridad, y el otro un delito individual, aberrante, pero cometido por quien no es parte del aparato estatal, hay un hilo conductor la desaparición y asesinato por la policía tucumana del trabajador rural Luis Armando Espinoza y el de Alex Campo, el pibe que salió a cazar liebres en Cañuelas y fue alevosamente atropellado por el empresario Rodolfo Sánchez.

Ambos son crímenes de un sistema cuyo componente de clase se torna indiscutible: Dos hijos de la clase trabajadora asesinados por dos expresiones emblemáticas de ese sistema.

Espinoza por la mano siniestra de una agencia estatal preparada y adiestrada para el crimen “legal”, que es el nombre real de lo que se conoce como disciplinamiento social al servicio de la clase dominante. Alex Campo, por las de un rico que, con su capacidad de daño, expresa a toda su clase, cada vez más cercada por la desigualdad que ella misma genera.

Uno y otro son la consecuencia de la aplicación práctica de un principio básico del sistema capitalista: la preservación del derecho de propiedad, el derecho de los poderosos, aquél por el cual el estado quema todas sus naves. Uno y otro crimen, además, son la expresión de un principio sagrado: el derecho de propiedad no admite la desobediencia ni al dueño ni a sus guardianes.

Los diferentes discursos de ocasión de los diferentes gobernantes de turno, no expresan sin embargo la necesidad sustancial: para que estas cosas dejen de ocurrir debe ser atacado el modelo social. Bien les cabe aquella ironía que Eduardo Galeano vio en alguna pared de Nuestramérica: “Basta de hechos. Queremos promesas”.

El crimen de Alex Campo desandará el camino del proceso judicial y se agotará en vericuetos leguleyos con el que cierto periodismo vaciará su indiscutido contenido clasista. Hablar de un loco desenfrenado es un modo de excusar a la clase que representa el asesino. En el crimen de Luis Espinoza, en cambio, es inocultable la naturaleza institucional, aunque la referencia que hacen algunos a “delincuentes que no merecen llevar el uniforme” apunte a diluirla.

La policía tucumana encontró, en la necesidad sanitaria de la cuarentena, una remozada excusa para terminar haciendo aquello que caracteriza a todas las fuerzas de seguridad del país. Con Luis Espinoza, los uniformados norteños hicieron lo mismo que en la navidad de 2017 hicieron con Miguel Reyes Pérez, o el 8 de marzo de 2018 con Facundo Ferreyra, el pibito de 12 años fusilado en las calles de la capital provincial. En el caso de Luis, además, le incorporaron el sadismo de su desaparición. “Matan mi vida, roban mis sobras, violan mi muerte” decía Roberto Santoro.

Nueve efectivos implicados, cuyo silencio orgánico fue quebrado por la decidida acción de familiares y amigxs que reaccionaron a tiempo, confirmando una vez más la trascendencia que tiene la inmediata respuesta popular.

El posicionamiento del gobernador Manzur es inadmisible: en 2016, junto a Patricia Bullrrich, rodeado de esos mismos efectivos, sostuvo que Tucumán daba un paso adelante en materia de seguridad. Cuatro años después, se quiere lavar las manos declarando que “esa gente no puede estar en sociedad”. No hay indignación discursiva -por más previsible que sea- que reemplace su indiscutida responsabilidad institucional.

Lo ocurrido en Tucumán desbarata las teorías que hablan de un modelo policial de cuidado, sustitutivo del punitivo, de reproche y castigo, combinación de lo legal y lo ilegal, en una palabra: represivo. Crímenes como el de Luis Espinoza no son excepcionales o casos fortuitos, sino formas específicas que asume la violencia estatal en correspondencia con representaciones políticas, sociales y reglas que se han impuesto, y, en la instancia de la pandemia, se encubren con la falacia “guerra ante un enemigo invisible”. En materia represiva, los eufemismos bélicos respaldan y justifican, pero sobre todo, legitiman.

“La gente que porta un uniforme tiene la responsabilidad de hacer prevención, de cuidarnos frente a un flagelo en una sociedad con cada vez más desigualdades” dice Mario Velázquez, el juez que investiga el crimen de Luis Espinoza. Lo policial es inherente al modelo social para el que está diseñado. Es absurdo y muy poco riguroso pensar que un sistema que se basa en el carácter excluyente, marginalizador y desigual provea una policía que renuncie a su función específica: garantizar que se concrete aquel carácter.

Pueden atemperarse sus efectos, sancionarse con mayor vehemencia y dureza a los autores, pero hablar de un modelo de cuidado es ignorar la naturaleza violenta del estado que se expresa en el monopolio del uso de la fuerza a través de estas agencias.

La realidad suele ser poco cordial hasta con las más desopilantes conjeturas. Postular el modelo policial de cuidado es allanar el camino para que los crímenes -que son la regla- continúen naturalizándose bajo la excusa de la excepcionalidad.

No hay modelo policial distinto sin modelo social diferente.

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