*Por Ismael Jalil
“Pero quedar amarrado a Buenos Aires, a su fatal tristeza, a su agonía,y saber que hay un tango en cada traje…uno anda solo, volvé…si yo pudiera…” (Roberto Santoro 1964)
Aunque hayan sido escritas por otro , treinta años antes de su muerte, estoy seguro de que el Polaco Goyeneche las fraseó el 27 de Agosto de 1994 con la misma ternura con la que en SUR, y en el personaje de “Amado”, nos hizo trizas el corazón.
Ya había ganado el de una veterana juventud con su medio melón en la cabeza, la banderita de taxi libre en cada mano y las rayas de la camisa pintadas en la piel.
Los que habitan el misterio suelen hacer esas cosas.
Cuando sus ojos se cerraron, tempranamente por cierto, sin embargo la tarea del artista popular estaba largamente cumplida: el arte del Polaco, intuitivo y natural fue de la mano del instinto del Pueblo que lo disfrutó.
Aunque probablemente la más contundente de todas las hazañas, haya sido contribuír a la ruptura de atavismos y prejuicios que distanciaron generacionalmente tanto al tango como al rock de factura nacional.
Uno y otro, géneros concebidos y cultivados por fuera de la ley. Músicas de obreros, putas y pendejos, rebeldes, transgresores y oprimidos que en algún punto necesitaban encontrarse como en una discepoleana canción desesperada, al fin y al cabo, de la misma esencia en la que Maribel canta sus penas de hoy.
Bienvenido al tren , le dijeron y él se subió sin condiciones ni aspavientos, genuino y sencillo,así como era y desde dónde venía: un trabajador colectivero que cantaba tangos porque Gardel lo había flechado y porque en el tango guardaba una certeza que tiñe todo lo que es popular en este confín del mundo: “hay que saber si el que penó no es el que ríe después” cantaba guiñándonos un ojo.
Los exagerados (bienaventurados todos ellos porque de prudentes estamos hartos) suelen decir que fatalmente se llega al tango. El Polaco estaba convencido de ello pero no se sentó a esperar. No creía en esas apropiaciones de funciones o tareas y hasta en cierto status de categorías generacionales conservadoras y reaccionarias que terminan lapidando toda creación artística tan sólo por novedosa. No es cierto que todo tiempo pasado fue mejor, siempre siempre, lo mejor está por venir.
Sin proponérselo, naturalmente, dejó planteado un desafío que bien puede recogerse en un presente plagado de incertidumbres: sin imitar, buscar el estilo propio. Ir al orígen no para añorarlo sino para resignificarlo. Y en su fraseo incomparable un secreto ineludible para avanzar, el respeto por los silencios necesarios.
Nunca cantó con colores pasteles. Como dice mi amigo García: “el Polaco te hace ver los tangos” y ese es el aspecto estético más notable de su riquísima obra.
Lejos del mito, sus contradicciones lo humanizan aún más. No fue un hombre público sino un hombre popular, no debía darle explicaciones a nadie, y como pasó con el Diego y su gol a los ingleses, su versión de Garúa probablemente lo eternice en el corazón de la buena gente que puebla nuestra geografía del hambre y la pasión.
En un editorial del año 1905, el diario La Nación , fiel a su consabido desprecio por todo lo popular, vaticinaba el inmediato final del tango. En 1926 la naturaleza le dio un soberano cachetazo a los Mitre cuando su madre lo parió de apuro en Entre Ríos, en el viaje de vuelta que la traía desde el Litoral. Desde mucho antes subestiman la capacidad de nuestro pueblo para reinventarse y generar cultura desde los márgenes, desde la arraba, para hacer lo que los ricos no saben ni pueden, una cultura propia y no de imitación.
Recordar (ri-cordi, volver a pasar por el corazón) al “Polaco” Goyeneche a veintiséis años de su partida, es una tarea ineludible.
Es el cantor de mi barrio, el mismo que recogió la voz agrietada de su gente y cantó con ella “tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo estoy aquí…”.
Como el poeta que le escribió aquellas palabras finales, fue un convencido que el corazón que no canta no ejerce su oficio con altura.