Los últimos días dos noticias aparentemente disociadas empezaron a circular por redes sociales: el potencial acuerdo entre Argentina y China para la instalación de una “fábrica de cerdos” y la quema de pastizales en el río Paraná. Una con más repercusión mediática que la otra, pero ambas son caras de una misma moneda.
“No queremos ser una fábrica de cerdos para China” parece un diálogo de una película de ciencia ficción distópica, pero si vemos un poco más de cerca cosas parecidas ocurrieron en nuestro país en los últimos 30 años que le fueron dando forma a la actividad agropecuaria actual. Con graves consecuencias económicas y socio-ambientales que veremos más adelante.
¿Qué está pasando?
Desde Cancillería se está trabajando en un acuerdo con China para que el gigante asiático invierta una gran suma de dinero en nuestro país: más de 4.000 millones de dólares, cifra que tienta a más de uno en el Gobierno en el actual contexto de crisis económica. Con este acuerdo se pasaría de una producción de 750.000 toneladas a unas 9 millones de toneladas anuales de carne porcina, en su mayoría destinadas exclusivamente a la exportación para China. Esto se da en el marco de una crisis sanitaria que vive ese país desde hace unos dos años con distintos brotes de la Peste Porcina Africana (PPA) que obligó al país oriental a -literalmente- enterrar vivos y quemar millones de cerdos a los fines de controlar la expansión de dicha enfermedad.
Las consecuencias que este acuerdo podría traer en materia socio-ambiental vienen siendo señaladas por organizaciones ambientalistas y especialistas. La producción a gran escala de cerdos (así como de ganado o aves) implica el uso de antivirales y antibióticos para prevenir enfermedades y, en el caso de los cerdos, implica destinar gran parte de la producción sojera al engorde (1). Es decir que, en tendencia, el campo continuará profundizando el monocultivo de soja transgénica (el mismo que, el por entonces Secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca, Felipe Solá decidió adoptar en los 90′). La soja se volverá más rentable aún, amplificando así las consecuencias ambientales (el deterioro de los suelos, la contaminación con herbicidas, el desplazamiento de comunidades rurales, etc.) así como las consecuencias económicas (profundizando la dependencia con China, el ahogamiento a los pequeños productores, la concentración de riquezas y el rol del Agro como (único) proveedor de divisas del país).
Si bien el Gobierno está hambriento de dólares, la balanza no parece ser muy favorable para el medio ambiente ni para las clases populares. Se esgrimen eufemismos como “buenas prácticas ambientales” pero, pero pero… los incendios que hoy vemos en el Paraná nos obligan a dudar de estas buenas prácticas: ¿qué capacidad puede tener el Estado de regular estas actividades?

Los incendios en Entre Ríos (también en parte de Santa Fé y norte de Buenos Aires) están fuera de control y la justicia provincial viene demostrando ser incapaz (siendo buenos) de lidiar y sancionar a los dueños de los campos que hacen uso y abuso de estas prácticas. Estas quemas, si bien son una práctica común para generar pastura están íntimamente ligadas con la expansión de la llamada “frontera agrícola-ganadera”. Como lo vimos el año pasado con los fuegos en el Amazonas, pero con el agravante de que la zona del Delta del Paraná vive además una importante sequía, las consecuencias ambientales son terribles: no solo los incendios deterioran la calidad del aire y contribuyen liberando gases de efecto invernadero, sino que esta zona es una reserva natural de fauna y flora y sostiene y regula los caudales del río Paraná (2). Como aprendimos con la pandemia, estos mecanismos destruyen ecosistemas locales y empujan a animales silvestres más cerca de zonas de actividades humanas, lo que aumenta las probabilidades de transmisión de enfermedades.
Mirar para otro lado no es opción
La ciudad de Rosario, por ejemplo, no puede esquivar la mirada de los focos de incendio que se levantan en la orilla de enfrente. Cada vez más estos temas atraviesan la dicotomía campo-ciudad, así como el debate sobre la intervención y expropiación de Vincentín, nos obligan a pensar de forma urgente en la soberanía alimentaria: ¿tenemos que producir en masa cerdos de exportación mientras millones pasan hambre? ¿qué tipo de alimentos producimos y comemos? ¿qué lugar le dejan estas políticas a la agricultura familiar, que en definitiva es la principal proveedora de alimentos para les argentines? A su vez, urge democratizar las decisiones en materia de política ambiental, acuerdos como el de China no pueden cocinarse en oficinas y deben necesariamente abrirse a la participación popular.
Desde Abriendo Caminos sumamos nuestro apoyo a las propuestas de rechazo a este acuerdo con China. Sostenemos que si el gobierno necesita dólares -que deberían usarse para el desarrollo nacional y no para el pago de una deuda fraudulenta- hay unos pocos en nuestro país que en los últimos años la acumularon en pala. Es a ellos, que parecen tener coronita, a quienes hay que quitarles y no negarle a nuestro pueblo el derecho a una vida digna en un ambiente sano.
(2) http://noticias.unsam.edu.ar/2020/06/25/el-delta-en-llamas-incendios-en-las-islas-del-bajo-parana/